Me resulta difícil decantarme por un tipo u otro de lecturas, ya que encuentro interesantes los contenidos de diferente índole. Sin embargo, últimamente tiendo a buscar aquellos libros en el que la música juega un papel relevante.
La música posee un gran poder de sugestión. Las notas unen el presente con el pasado de una forma tan directa como los olores. Proyectan en el cerebro imágenes de una viveza que, en ocasiones, me asustan. Este encanto lo empleo en la escritura.
Escribir y escuchar música son actividades que van unidas de la mano. He intentado sentarme delante del teclado en silencio; mas los demonios de mis obsesiones ocupan violentamente mi pensamiento, me lo bloquean y me introducen en un círculo repetitivo. El engendro del miedo, así lo bautizo.
La música representa para mí la libertad. Supone la victoria de aquello que deseo realmente expresar, como ahora, al escuchar a Sibelius, compositor que tenía olvidado y que me lo recordó Murakami en Los años de peregrinación del chico sin color. Quizás ese sea el aspecto de la obra que me impulsó a terminar el libro, ya que su historia no me agradó como en otras ocasiones memorables: 1Q84, Kafka en la orilla, El Fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo.
Blanco, recuerdos, palabras y acordes. Estos son los ingredientes para acorralar el sonido de la espiral y dar paso a un remanso que, aunque su duración sea incierta, me ayudará a encontrar la exactitud que se escapa. La música: mi liberación.
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