En El viajero del siglo hay un momento en que no solo se sintetiza el argumento de la novela sino toda la literatura, todo el arte: «Sophie miró a Hans. Hans miró a Sophie. Sophie le dijo cosas con los ojos. Hans quizás las tradujo». Andrés Neuman explica así la primitiva complicidad entre los amantes, adelantada incluso a la declaración de los sentimientos. Porque amar tiene mucho de sugerir, de recoger el guante, de callar, contener. Pero también de novedad, de crear un lenguaje único que solo ellos, los amantes, creen comprender.

Amar es traducir al otro, descifrarlo, inventar quién es para generar una ilusión: la de vencer a la destrucción que ejerce el paso del tiempo. Y en ese hallazgo se me antoja que todo es literatura, que todo se contagia del arte de la palabra, pues escribir se nutre del desasosiego, la falta de conformidad a la hora de trasladar nuestros pensamientos a una lengua concreta, a una expresión justa. «Para mí», dice Hans, alter ego de Neuman, «el objetivo sería evitar cualquier definición previa, entender el estilo como una búsqueda sin final […]».

Alcanzar ese final supone, por tanto, una derrota, la aceptación de que como escritores, como amantes, hemos perdido el deseo por batallar con el lenguaje. Ya no nos seduce la traducción.

Portada de El viajero del siglo

«Para mí, el objetivo sería evitar cualquier definición previa, entender el estilo como una búsqueda sin final […]».

EL VIAJERO DEL SIGLO

Andrés Neuman, Fondation Jan Michalski © Wiktoria Bosc

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