El pasado noviembre se celebró el Día Internacional contra la Violencia de Género. En nuestra ciudad, así como en otras de España, se llevaron a cabo actos en los que se manifestaba una y otra vez la repulsa hacia el maltrato: colegios, institutos, ayuntamientos, asociaciones y ciudadanos se citaron bajo este lema para hacernos recordar que existen mujeres que padecen la tortura como una manera trivial de existir. Esta labor que consiste en visibilizar el mudo padecimiento es digna de respeto; sin embargo, me asusta que estas intervenciones se queden solo en la estampa en la que todos queremos aparecer con el fin de acallar nuestra conciencia o con el fin de aumentar nuestro ego.

El maltrato, independientemente de sobre quien se ejerza, es repugnante. No existe nadie en el mundo que opine de manera diferente. Curiosamente, incluso las personas maltratadoras, en sociedad o en íntima confesión, rechazan la violencia como método de comunicación, quizás por hipocresía, quizás por la incapacidad de asumir sus propios actos. Si, además, hablamos de la violencia sobre menores de edad, es impensable su defensa. No obstante, ¿qué sucede en nuestra sociedad, en nuestras familias, en nuestro entorno, para que esta forma deleznable de educación y de sumisión no desaparezca? No tengo la respuesta de esto; tengo testimonios.

Por mi trabajo, me entero de tragedias, de las verdaderas, de esas que, aunque a muchos individuos les parezcan mentira, existen: un niño, cuyo padre le ha golpeado durante años, es incapaz de sentir autoestima, se recluye en su mundo interior, lleno de fantasmas que, por desgracia, le acompañarán durante toda su vida, y se aísla del resto por miedo a sufrir el desprecio; una niña, cuya madre emplea el insulto y la humillación como método de entrenamiento para la vida, se arranca el pelo, se muerde las uñas hasta provocarse sangre o muestra una misoginia ácida y amarga que, además, se vuelve en odio hacia sí misma. Estos dos ejemplos no sirven para generalizar la respuesta hacia el maltrato que protagonizan estos héroes sin medalla. Cada menor reacciona de una manera diferente, aquella que es capaz de gestionar desde su inmadurez, desde su indefensión. Crea patrones de conducta en los que, sin darse cuenta, se resigna en silencio y en soledad a soportar el vergonzoso tabú familiar y, en muchos casos, cuando es adulto, repite el papel de vePuerta de una casa de Zamorardugo.

Las llaves que abren la puerta del vacío tal vez se encuentren en estas campañas de concienciación. La propia víctima necesita reconocerse a sí misma. No es ella la culpable. No es ella la que provoca las palizas. No es ella la que motiva la infelicidad por el mero hecho de existir. No es ella la que debe permanecer callada. En cambio, sí es ella la que ha de mostrarse sin tapujos ante la sociedad. Para ello, necesitará aprender a recuperar su dignidad, aquella que le arrebataron con cada vejación, con cada golpe. En ese camino, será imprescindible la ayuda de amigos, de otros familiares, de compañeros, de su centro escolar, de psicólogos, de médicos, de asociaciones, de su ayuntamiento, de su gobierno regional, del Estado. Y, sobre todo, de sí misma, pues ella, la víctima, tendrá que saber que su felicidad es posible y que otra forma de vivir existe, le pertenece y podrá disfrutarla.

NOTAS DE LA AUTORA:
– Esta columna es una modificación del artículo publicado con el mismo título en Vecinos, nº 285.
– La fotografía fue tomada en Zamora el 27 de diciembre de 2009. La he modificado mediante pixlr.com.


Las llaves que abren la puerta del vacío –
(c) –
Olivia Vicente Sánchez

2 Respuestas

  1. Es un tema muy difícil de tratar, hay cada vez más casos y más silencio. Ojalá algún día todos tomemos conciencia y ayudemos a las víctimas sin humillarlas ni avergonzarlas más de lo que están … sobretodo si son niños que crecen creyendo que es lo correcto.
    Digamos no a la violencia.

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